miércoles, 29 de abril de 2009

Influenza además de contagioso, depresivo

Caras azules y blancas caminando por todos lados,los rostros, más bien los ojos inexpresivos de las personas solo obvian el estado de miedo que se vive en la ciudad, el usual barullo ha dejado su lugar al silencio y el acostumbrado ajetreo dio paso a la tranquilidad, una tranquilidad tenebrosa como de casa abandonada con sus ánimas penantes dando vueltas de un lado a otro, siempre con ojos diferentes pero cargados de la misma inexpresión.

El tiempo transcurre curiosamente lento y el ambiente esta cargado de cierta electricidad, solo la rutina, la que aún queda da ciertos indicios de normalidad.

Es curioso, me pregunto si todos tendrán esa cansancio mental que yo tengo, no puedo negar que cierta paranoia ha sembrado en mi cierto pánico, es cansado razonar todas las reacciones causadas por el temor que tengo.

Además siempre he tenido la necesidad de certidumbre, la falta de esta en ocasiones me estresa, pero ¿que pasa cuando la incertidumbre es en cuanto a todos los pequeños detalles?, estos que dabas por sentado, ahora resulta que debo poner atención en todas estas cosas que hacía de manera natural para tener cierta certidumbre de no contagio, por ejemplo que difícil es dejar de rascarse la nariz cuando toda la vida lo he hecho, incluso ya no tropiezo torpemente como lo solia hacer cuando me ponía a pensar en cualquier cosas dejando de prestar atención en el camino. Ahora toda mi atención esta puesta en donde pongo las manos y que hago con estas.

Todo esto conlleva toda una carga emocional (al menos para mi), mas allá de las obvias consecuencias de la situación actual, el estrés que genera vivir en un estado constante de miedo es sofocante, sofocante como el sentir sobre mi rostro mi propia respiración.

Incomodísimo resulta también el vivir todo el día con un trozo de tela sobre el rostro, y mas si este trozo de tela no ayuda mas que en lo mínimo para disminuir los contagios, pero la gente aún sabiéndolo lo usa, y lo hace al menos creo yo inconscientemente para el alivio de la mente, para el descanso mental,el sentir que tienes un poco de control sobre todo esto es liberador....

Así que, más por salud mental que por minimizar riesgos a usar cubrebocas...

Pero y para el estado de animo??

El estar en constante alerta además de resultar agotador, resulta muy pesado para el estado anímico de las personas, no habá notado la importancia del contacto humano hasta ahora que se nos restringe el saludo, el tan esencial beso y choque de manos seguro y eso afecta a las personas y se empieza a notar en lascalles, espero y conforme la normalidad regrese asi sea también el buen humor, por mientras a tratar de ser optimistas y no dejarnos ser presa del pánico.

jueves, 9 de abril de 2009

El viejo

Cierra la puerta me dijo, yo después de renegar un poco y después de un gruñido seco de mi padre la cerré, -hace calor- recuerdo que argumenté, pero ningún argumento es válido cuando el viejo no quiere que le entre más polvo a su ya polvorienta casa.

Como si le cupiera más pensé para mi mismo, y de inmediato como si las palabras hubieran sido pronunciadas y mi padre en una reacción reflejo me hubiera soltado un manotazo el remordimiento golpeo de seco mi nuca: es un anciano, recuerda que todos envejecemos -me reclamó el remordimiento- además después de tantos años de subidas y bajadas, de estiras y aflojas, la gente se hace de algunos privilegios, y tu tendrás los tuyos, puntualizó finalmente.

A pesar de los reproches de la consciencia no evitaba pensar en la excesiva condescendencia de mi padre hacia el viejo, me parecía hasta un poco servil y no es que fuera malo eso, no quiero ser malentendido, el punto es que mi padre era servil pero desde el sillón y sin dejar de ver la tele:

-Tráele una cerveza, llévale esto, llévale aquello-.

Tampoco es que me desagradara hacer esos pequeños favores, si el viejo me los pidiera los haría con gusto, pero me parecía como que solo fuera yo un instrumento de satisfacción de los deseos de mi padre (atender al viejo sin mover un dedo) cuando yo estaba ahí para la satisfacción de los deseos del anciano o así lo creía yo, talvez en realidad solo quería expiar algunas culpas haciendo mi parte en esto de la convivencia familiar, así como lo hacía mi padre con su servil y condescendiente conducta. Ahora ya no creo nada.

Por lo general disfrutaba mucho pasar tiempo con el viejo, más cuando él venía a la casa; mi casa siempre fue un lugar más limpio. Me entretuve tanto con sus pláticas interesantes, un poco atemporales, pero llenas de misticismo “rulfiano”, el anecdotario de un vendedor que anduvo de pueblo en pueblo ofreciendo sus mercancías.

Fueron muchas pero solo recuerdo una, y la acabo de recordar, había permanecido oculta allá a un lado de ese primer rechazo, de esa primera nalgada, como oculta entre los recuerdos que queremos evadir, de esos que tratamos de olvidar pero no podemos y solo pretendemos que los habíamos olvidado y al correr de los años hasta llegamos a convencernos de que los olvidamos, hasta que algo los hace volver, y los hace volver rápido golpeándote en la frente, como con la palma abierta, dejando esa sensación de aturdimiento.

Esa historia habla de un viejo, tan viejo como mi abuelo. El viejo Benjamín, Don Benjas para sus también viejitos amigos y para alguno que otro insolentón igualado que por venir del pueblo de Río Grande con sus libros esos de ideas locas sobre derechos sociales y bienestares comunes (o al revés) se sentían a la altura de Don Benjamín, que él vaya que sí sabía y sin haberse tragado toda la palabrería de los libros. Él que apenas y escribía su nombre se las había hecho todas consigo el muy viejo, el muy diablo.

El viejo que de la siembra todo lo sabía, el viejo que para el hierro también era bueno, es más dicen (según decía mi abuelo que decían) que hasta para la suerte charra era bueno, que calaba los cuacos como pocos y que la floreaba que si una chulada.

El viejo, Don Benjamín vivió bien, con austeridad pero digno, y a buena hora se encontró a Doña Lupita que como ninguna le amarró el pretal, lo montó y como no queriendo lo amansó. Se casaron y tuvieron varios críos, todos buenos pero para nada, por eso tempranito los mandó lejos pero no piensen mal los mandó a estudiar.

De esos que se van y no regresan así le salieron los hijos a Don Benjamín, pero no piensen que estaba triste el viejo, no, él mejor ahí solo que andar soportando a sus hijos estudiados que se lo quisieran llevar para la ciudad a morirse allá de algunas de esas “enfermedades que se inventan esa gente de la ciudad pa tener un pretexto pa morirse. Que pues ya estando harto pegarse un tiro no es tan malo”.

Triste cuando se le fue Doña Lupita que aunque le guardaba ciertos sentimientos por haberlo amansado cuando apenas era un potro alazán como el decía, fue quien lo cuidaba hasta de él mismo. Porque Don Benjamín tenía su carácter y su orgullo, que vaya y lo metieron en líos y Doña Lupita siempre estuvo ahí jalándole la rienda cuando apenas y se sentía sueltito.

Los años de soledad le curtieron la piel, el alma y el cuerpo, orgulloso que daba coraje y testarudo como él mismo. Y con la vejez vino la enfermedad. Poco a poco perdió la fuerza que le caracterizaba y perdió la movilidad en las manos.

Ya amargado el viejo, que si bien caminaba ya la mano no le podía para pegarse un tiro como el decía, ah! porque de que se quería morir se quería morir –ya pa que andar robando aire a los demás- y si le hubiera alcanzado la mano para jalarle al cuete ni para que seguir con el cuento.

Así murió el viejo: viviendo. Que bien decía que lo malo se paga en esta vida y se paga con más vida cuando lo que quiere uno es morirse, se dejó morir viviendo cada vez menos y vivió queriendo morirse cada vez más.

No esta de más decir que si bien el viejo Benjamín si se murió, se murió después de vivir muchos años, mas de los normales, no sé cuantos, esa parte si la olvidé, pero ahora se porque ese recuerdo llegó y me golpeó la cabeza.

Ahora veo al viejo, a mi viejo, queriéndose morir con hartas ganas, y veo a mi padre y veo que entiende que al fin entendí, y escucho al viejo contar las historias de su vida, capto entre líneas su voluntad de morir y su arrojo a morir viviendo, porque las que hizo las esta pagando con vida.

Y me veo ahí con mi padre desde el sillón dándole vida a quién no la quiere, a quién no le puede la mano para darse un tiro, y yo ahí también sirviéndole, limpiándole, echándole leña al fuego por extinguirse. Que pues ya estando harto darse un tiro no suena tan mal.