
A tientas encuentra sus lentes, no después de haber palpado toda una variedad de objetos húmedos y viscosos que sin lugar a dudas lo harían volver el estomago, pero no fue así, lo que si lo hizo vomitar fue el fétido olor a humedad y descomposición. Al reponerse de la sacudida, de las convulsiones del estomago recién vuelto, de los arqueos vertebrales que mas que soportar todo ese movimiento abdominal pareciera que la espina se le quiere salir a uno, como en las pataletas infantiles de esas que hacíamos cuando niños, cuando al tiempo de ver insatisfecho nuestro deseo se desataba el lloriqueo y pataleo, que si bien era con todas las fuerzas no hacia mas que incomodar al nuestros padres que para ese entonces ya nos tenían sometidos rodeados por su brazo, se puso los lentes.
Aun puestos los lentes, no sirvieron para bien; el cristal izquierdo estaba roto y el derecho aun empañado no lograba ver gran cosa, si acaso la noche profunda, esa que ya había visto a lo largo de sus caminatas nocturnas por el río y que en honor de la verdad habría que decirse que no solo la vio, más bien la desnudó y la auscultó como queriendo escuchar su pulso, su latir y así descifrar los profundos secretos que en ella se esconden, como si escondidos tras las estrellas hubiera lugares secretos, idilios de amantes prohibidos, o cuado menos algún ladrón de ilusiones, de sueños, o al señor farolero que como le habían contado de niño, iba apagando una por una la incandescencia de la bóveda celeste.
Según lo que pudo ver, cuando su lente se desempaño, fue que la noche en total había cambiado, ya fuese por algún farolero de extrema eficiencia o por (como el sospechaba) algún ladronzuelo de destellos y luces, la noche estrellada que iluminaba naturalmente los húmedos empedrados esa noche se había tornado en un profundo azul negrusco apenas alcanzada por alguna estrella lejana, esa que en su propia lejanía encontró la salvaguarda, pero que pesar de su inusitado protagonismo no alcanzaba mas que a esbozar débiles trazos de luminosidad sobre la obscuridad de la avanzada noche.
Trató de incorporarse rápido, invadido por la incertidumbre quiso ponerse en una posición que le permitiera defenderse, como una reacción hacía el evidente peligro que la incertidumbre de no saber donde ni como estaba le sugería y de las heladas oleadas del Liffey que como llamándolo y jalándole a su lecho solo lograba empaparle su costado izquierdo.
Pero el simple y llano instinto de supervivencia no le fue suficiente, además del intenso dolor que sintió al instante, la inmovilidad que le cobijaba las piernas, el aturdimiento en su cabeza y el entumecimiento de sus labios que ni siquiera intentaron moverse en algún pedimento de auxilio o algún alarido causado por el súbito golpe de dolor, el hilo de sangre que le corría por la cara le planteaba una situación más difícil que las acostumbradas resacas de sus tradicionales travesías de puños, pintas y tabaco.